martes, 6 de agosto de 2013

Little Boy


Little Boy fue el nombre con que se bautizó a la bomba atómica lanzada sobre la ciudad japonesa de Hiroshima el 6 de agosto de 1945 desde 9.450 m de altura. El aparato explotó a las 8:15:45 AM (JST), aproximadamente, cuando alcanzó una altitud de 600 m. Little Boy era un bomba de diseño sin probar el día del lanzamiento, ya que la única prueba anterior de un arma nuclear (prueba Trinity, realizada cerca de Alamogordo, Nuevo México) correspondía al diseño de plutonio, mientras la bomba que estalló sobre Hiroshima era de uranio, que no albergaba tantas dudas sobre su fiabilidad. Presentaba un aspecto de bomba alargada de color verde oliva y chata, con alerones cuadrados de los cuales sobresalían sensores de radar y barométricos. Pesaba unas cuatro toneladas y se fijó al avión con unos ganchos especiales. El B-29 Enola Gay necesitó de toda la pista para despegar con la bomba. Esta bomba fue armada en vuelo, esto consistía en colocar los saquitos de pólvora convencional para el cañón, armarla eléctricamente, comprobarla y quitar los obturadores de seguridad.

Fotos con Historia - Así quedó Hiroshima luego de la explosión de la Bomba Atómica 6 de Agosto de 1945. Hora (8h:16m:43s)


¿Por qué una masa de apenas 10 kilos pudo descargar una energía tan enorme? Para entenderlo, primero hay que saber que la materia (una mesa, un perchero) está formada por átomos que tienen en su centro un núcleo capaz de liberar, en ciertas condiciones, una determinada cantidad de energía. Energía que se conoce como nuclear; de allí que las bombas atómicas también reciban el nombre de nucleares. Esa energía que cada núcleo puede liberar no es tan grande pero en cada gramo de materia puede haber millones y millones de átomos.En un solo gramo de uranio, hay tantos atomos que deberían escribirse con un 3 seguido por 21 ceros. Lo que hicieron los padres de la energía atómica fue investigar el modo de utilizar la energía de esos núcleos (de uranio o de plutonio). Algunos lo hicieron a través de la fisión, es decir del rompimiento de un núcleo en pedazos más livianos. Cada vez que un núcleo de uranio se fisiona o divide se forman dos fragmentos de aproximadamente la mitad de la masa original, más 2 ó 3 partículas llamadas neutrones. Ese proceso de fisión ocurre de modo espontáneo. Para aprovechar la energía, en reactores o en bombas, se lanzan algunos neutrones que rompen los núcleos de uranio y liberan energía. La bomba de Hiroshima, que tenía uranio 235, fue construida como un modelo de cañón, tenía un mecanismo de disparo para lanzar dos porciones de masa una con otra y provocar la explosión. La de Nagasaki utilizó como combustible al plutonio 239 y tenía un diseño más elaborado. A las 8:15:17, el B-29 Enola Gay dejó caer la bomba atómica Little Boy sobre el centro de la ciudad y se alejó a gran velocidad, haciendo un brusco giro de 150° hacia el noroeste en forma ascendente. La bomba cayó haciendo un ruido sibilante que no se percibió desde tierra. Para aumentar su alcance letal, la bomba estaba programada para iniciar la reacción nuclear a unos 640 m de altura. A las 8:16:43, la bomba estalló a la altura convenida, con una explosión de la magnitud de 20.000 toneladas de TNT. A las 16 milésimas de segundos, de la detonación, se desplegó una bola de fuego primero violácea y luego de color blanco intenso y brillante como un flash fotográfico, con una temperatura de 50 millones de grados. Quienes vieron esa luz y vivieron para contarlo, quedaron ciegos permanentemente (muriendo meses después debido a la radiación). A las 25 milésimas de segundos, la bola alcanzó un diámetro de 300 metros, que evaporizó instantáneamente a todas las personas dentro de la clínica Shima y a miles quienes circulaban directamente debajo del estallido. La presión ejercida por la onda expansiva inicial fue de varias ton/cm2 y comprimió enterrando varios metros las columnas de la Clínica Shima. En algunos instantes se creó una columna invisible cuya compresión resultó enorme, el calor y la presión instantánea vaporizaron a más de 80.000 personas. De ellos, solo quedaron sus sombras sobre el cemento vitrificado. A las 60 milésimas de segundos, la bola se expandió abrasando todo alrededor, a más de 500 metros de radio y carbonizando con radiación infrarroja todo ser a 1,5 km del hipocentro. 2 segundos después de la detonación de la bomba, la onda expansiva comprimida, denominada «soplo de la explosión», había destruido todo alrededor de 2,5 km de distancia, incinerando a quienes se encontraban en ese sector. La onda expansiva de alta temperatura devastó con vientos desde de 800 km/h, destruyendo totalmente las construcciones ligeras del resto de la ciudad, haciendo que los pedazos de de madera y similares, sirvieran como verdaderas flechas. La bola de fuego comenzó a ascender, consumiendo miles de m3 de oxígeno. Las corrientes ascendentes crearon una columna de vacío que succionó contravientos hacia el hipocentro, se percibía un sabor a plomo en el aire. En ese momento, observadores hasta a 20 km de distancia de Hiroshima pudieron ver el hongo atómico ascendiendo completamente silencioso (el bramido los alcanzaría un minuto después, debido a que el sonido se mueve a 340,46 m/s). 5 segundos después del estallido, todo el daño estaba consumado. El área inmediatamente afectada fue de 5 km² densamente poblados. La onda expansiva transportó vientos recalentados a más de 500 °C hacia toda la ciudad. Hubo miles de casos de incineración súbita, carbonizaciones parciales y quemaduras de personas expuestas hacia el hipocentro del estallido, a más de 10 km del punto cero. 

lunes, 5 de agosto de 2013

En el año 1876 se instala en Mendoza la primera red de agua corriente.

En Mendoza circula uno que otro aguatero,. La modalidad se había reimplantado tras la destrucción de la ciudad por el terremoto del 20 de marzo de 1861 y que, entre otros males, dejó a la población sin el abastecimiento de agua que desde El Challao llegaba hasta la plaza Constitución (Pedro del Castillo) a través de un canal revestido en piedra; esa dotación fue reforzada posteriormente con una toma en la Acequias de Rey   
(el Jarillal).

La población debía obtener aguas del Zanjón o del Tajamar. Esa agua debía dejarse en reposo y recibía un elemental proceso de clarificación utilizando hojas de penca.  La otra alternativa era el servicio del aguatero a domicilio. El agua era transportada en toneles y se vendía a 10 centavos moneda nacional  el balde (diez litros). No era nada económico si se tiene en cuenta que un peón que trabajaba de sol a sol, obtenía una remuneración de 50 centavos el día.


En 1876 se instala en Mendoza la primera red de agua corriente, transportando el agua desde El Challao hasta un depósito de almacenaje emplazado en el extremo oeste de calle Unión ( trazado total de Sarmiento, Emilio Civít y Avenida del Libertador) desde donde partía una cañería principal de hierro fundido hasta la esquina de Unión y San Nicolás (Sarmiento y San Martín). Allí se iniciaba la cañería de distribución tendida con caños de barro cocido revestido  con material cementicio.
Las raíces de los árboles se encargaban en poco tiempo de producir deterioros en la cañería de distribución lo que sumado a la escasa  cantidad de agua que bajaba de El Challao motivaba frecuentes desabastecimientos , lo que explica la supervivencia de uno que otro aguatero.

Las primeras cañerías de Hierro fundido y hierro  galvanizado  para la distribución de agua corriente a domicilio se tiende en el año 1882, dando origen a una normalización aceptable y sentando las bases de la red definitiva mientras se estudiaban nuevas fuentes de suministro para abastecer la demanda real de la población. De esa forma desparecen de la ciudad los últimos aguateros.

domingo, 4 de agosto de 2013

Archivadores (año 1919)



Esta foto fue tomada en 1919 y muestra a un hombre y una mujer que trabaja en un archivador. Me gusta mucho estas viejas de madera de estilo cajones archivadores. Hoy en día están hechos de metal fina barata, o de madera falsa.

sábado, 3 de agosto de 2013

A los bifes: "culonas" y sexo. Del fogón del puchero al fogón de los lechos.

La buena cocina fue apareciendo cuando el Virreinato comenzó a recibir damas más o menos refinadas.

La gastronomía, como bien cultural adquirido y como experiencia sensible (placer y goce) es una expresión del patrimonio intangible de los pueblos y de su historia del comer -o del no comer- en virtud de los ajetreos de la vida política y económica de cada país.
De las mesas de elegantes banquetes o burdos mesones de pulpería sin olvidar las cocinas de barrio y los manjares compartidos en la cama, el menú de los argentinos parece haber sido siempre desmesurado.



Mariquita Sánchez de Thompson, además de cantar, cocinaba bien y odiaba a los ingleses invasores de 1806. La dama decía en su salón que los invasores británicos habían empezado a pagar sus culpas comiendo lo malo que aquí se comía. Parece que en las fondas del Buenos Aires colonial se comía muy mal y las penurias del paladar eran notables porque a pesar de la abundancia nadie invertía su tiempo en los quehaceres gastronómicos. 

“Mientras en Londres con doscientas libras de carne cenan doscientos milords, aquí con la misma cantidad sólo se alimentan ocho gauchos”, escribió un viajero. A metros del casco urbano, los hombres ponían en acción boleadoras, lazos y cuchillos, carneaban una vaca y se la comían casi cruda sólo con sal, reseña Víctor Ego Ducrot en su estupendo libro Los sabores de la Patria. Las intrigas de la historia argentina contadas desde la mesa y la cocina (Norma).

Un fogón sobre piedras, ollas y sartenes de hierro eran la única tecnología de las cocinas de las casas de la ciudad. Casi todos los días se comía puchero, al que entonces llamaban “olla podrida”, carne asada y mandioca; alguna gallina hervida, mazamorra (granos hervidos en agua o leche), y frutas que llegaban del Litoral. Todo en porciones gigantescas.



En Mendoza, Córdoba y Tucumán la “olla podrida” era sustituida por el locro como plato diario. La expresión popular “parar la olla” proviene del modo de preparación del locro ya que el maíz se cocinaba en un recipiente de hierro de tres patas parado sobre un fogón.

Un buen locro tenía maíz blanco, porotos, carne de vaca gorda, chorizos, huesos de cerdo, perejil, cebollas, cebollas de verdeo, zapallo, papas, camotes, sal y pimienta, grasa de cerdo, pimentón y ají molido. Si cocinarlo bien era un arte, servirlo no lo era menos.

Ducrot cuenta que el mismísimo Domingo Faustino Sarmiento comentó una vez que en la sociedad porteña del siglo XIX todos eran “gordos y culonas” porque los habitantes del Virreinato eran generosos con su estómago.
En las ciudades se desayunaba mate y galletas, se almorzaba a las dos de la tarde, y a la tarde se volvía con el mate o el chocolate y las galletas. Se cenaba a las nueve de la noche, siempre abundante: una buena sopa, el cocido, cuatro platos, dos postres de frutas y queso para el almuerzo y tres platos para la cena. Livianito.



“El menú crecía en cantidad y variedad a medida que aumentaba el estrato social de los comensales y como en aquellos tiempos lo más alto de la sociedad estaba representado por funcionarios, militares, curas y comerciantes prósperos eran ellos los que justamente podían disfrutar de banquetes y comilonas protocolares”, destaca Ducrot. Los vinos eran de Mendoza, de Oporto o de Cataluña.
La buena cocina fue apareciendo cuando el Virreinato comenzó a recibir pequeñas dosis de cosmopolitismo vía “mercaderes, espías, extranjeros y damas más o menos refinadas que se convertirían en amantes y anfitrionas de talento”. 



A estas damas se las llamaba “mujeres enamoradas” y no eran cocineras; no alimentaban el fogón del puchero sino el fogón de los lechos de los colonos, criollos y soldados. Trabajaban en locales de esparcimiento que fueron los primeros cafés del viejo Buenos Aires. Allí se jugaba a los naipes, dados, ajedrez y truques (una especie de billar), se bebía vino o ginebra y se tenía sexo. 

Patricia Rodón


Desfile de los Exploradores de Don Bosco en Rodeo del Medio (año 1930). Mendoza


Imagen cedida por el señor: Jesús Morales.


viernes, 2 de agosto de 2013

Cocinas de Antes.



 La imagen actual se adoptó en 1917. Veo una estufa allí, pero no había nevera. Me pregunto cuándo frigoríficos ganaron uso generalizado?Sé que antes había "neveras", que mantienen las cosas en frío, pero había que seguir añadiendo bloques de hielo a ellos.



La imagen actual fue tomada en la década de 1920 y muestra la cocina de la Casa Blanca. Increíble lo fácil y práctico que era. Me imagino que las cosas serían muy diferentes hoy en día.



jueves, 1 de agosto de 2013

Secretos de alcoba: historia anotada de las bragas.

La prehistoria de la lencería se remonta al comienzo de los tiempos. Las mujeres de la antigüedad no tenían el concepto de ropa interior que tenemos en la actualidad pero sabían hechizar con sus prendas ocultas y hacer de ellas, igual que las mujeres de hoy, un arma mortal.


El culotte, recorrió un intenso camino
para convertirse en la hoy trajinada y
mínima tanga.


Durante un sugestivo desfile de ropa interior, al pasar sus atentos ojos por las curvas de las modelos, los caballeros imaginan que las tangas, bombachitas, corpiños y portaligas existieron desde muy antiguo. Y no es así.



Las mujeres de la antigüedad no tenían el concepto de ropa interior que tenemos en la actualidad pero sabían hechizar con las prendas ocultas y hacer de ellas, igual que las mujeres de hoy, un arma mortal.

La prehistoria de la lencería se remonta al comienzo de los tiempos. Al principio fue el taparrabos: una gran prenda tejida de forma triangular que se pasaba entre las piernas y cuyos extremos se ataban a la cintura. Sin embargo, esta suerte de ceñidor, con variantes según las diferentes culturas pero con el mismo propósito de cubrir y proteger las partes pudendas, no tenía un uso generalizado. 

La literatura griega señala que el ceñidor que usaban diosas y mortales se llamabazóster y que consistía en una larga banda de paño, generalmente de lino blanco con bordados que se pasaba entre las piernas y se ataba a la cintura. Imaginamos que era semejante a un más o menos elegante pañal. Como hoy, por su ubicación en la anatomía femenina, esta prenda tenía un importante valor simbólico y social, ya que cuando las mujeres contraían matrimonio, estas bandas eran desatadas por el flamante marido.

Las casadas también cubrían sus senos con una banda llamada apodesmo que adornaban con cintas de colores. Sobre estas dos bandas y ya cubriendo casi todo el cuerpo se ponían el peplo, un manto rectangular de lana que se colocaba en el hombro izquierdo, se sujetaba sobre el derecho con una aguja o prendedor y se ceñía a la cintura con otra banda; llegaba hasta los pies y dejaba a la vista el muslo de la pierna derecha. 

El zóster clásico se mantuvo durante siglos cubriendo las partes íntimas de la mujer, con lentas y mínimas variaciones a lo largo del tiempo. En su tránsito fue adquiriendo diferentes nombres y fue la palabra que eligieron los romanos la que ha llegado a nosotros casi sin variaciones: bracca o bracae, es decir, braga.  

Hacia el siglo X la camisa, un largo vestido de lino preferentemente blanco para que pudiera hervirse, era la única ropa interior que usaban las mujeres y sus profundos escotes asomaban tentadores debajo de los vestidos. Y aunque la Iglesia les hubiera ordenado que se comprimieran los pechos para evitarle el deseo a los pobres hombres, ellas no hicieron demasiado caso, porque aunque algunas se sujetaban los senos con bandas al estilo del viejo apodesmo, muchas introducían almohadillas de relleno para aparentar pechos más grandes en la mejor tradición de seguir un instinto atávico. 

A fines de la Edad Media el taparrabos, zóster o bracca, fue lentamente reemplazado por el calzón, una prenda más suelta y confeccionada en una tela más liviana como el algodón, que consistía en una especie de pantaloncito corto que iba de la cintura hasta la mitad del muslo y más tarde hasta la pantorrilla. 

Este calzón, antepasado del culotte, recorrió un intenso camino para convertirse en la hoy trajinada y mínima tanga. Y durante varios siglos la ropa interior excluyente fue una especie de camisón de hilo que cubría desde las muñecas hasta los tobillos y que en su parte trasera, exactamente a la altura del trasero, tenía una faldilla que se desabrochaba para facilitar la visita al baño. 

Pero la historia de la bombacha, semejante a la que conocemos hoy, se remonta a unos 200 años atrás cuando en el convulsionado Paris de principios de 1800 una ordenanza obligó que las bailarinas de la Opera, por decencia, comenzaran a usar bragas.

Siguiendo la tendencia a reducir el área cubierta por esta prenda, las bragas eran de algodón o lino y eran una suerte de pantalón corto que se ataba a la cintura y a la entrepierna con cintas. 

Después se les impuso a las “mujeres de la vida” y éstas, las prostitutas, comenzaron a llevarlas hacia 1820 con gran éxito. Las mujeres “honestas” las adoptaron cuando el amplio armazón del miriñaque, al separar en exceso las faldas y las enaguas del cuerpo ventilaba peligrosamente la parte que quedaba entre elcorset y las ligas, o sea, la peligrosa entrepierna. 

A fines del siglo XIX, las mujeres tomaron las tijeras y separaron aquel camisón de hilo que era como una segunda piel y se lanzaron a diseñar y coser aquel pudoros y aburrido básico en dos prendas separadas.

Los culottes comenzaron a achicarse y se concentraron en cubrir más las nalgas y sus alrededores que las piernas, en un diseño que incluía una goma disimulada en un dobladillo que se asentaba en la cintura. Con semejante intención, en 1914 aparecería el primer sujetador, sostén o corpiño, como lo llamamos en Argentina, que sujetaba los senos y pretendía sostenerlos lejos de la gravedad merced a la creación de una estructura primero fue de mimbre y luego de alambre. 

Así nació la bombacha (calzón, trusa, pantaleta, panty, blúmer, tanga, cachetero, culotte o cola less, como se la llama en distintos países dependiendo de la cantidad de carne que cubre) y con ella surgió no sólo la celebrada industria de la lencería sino que se reinventó una prenda que alimenta desde el principio de los tiempos todo tipo de fantasías tanto en los entusiastas héroes homéricos como en los señores amantes del can can y sus velados misterios.

Patricia Rodón

martes, 30 de julio de 2013

Los genios también fueron niños.

Leonardo da Vinci, Thomas Edison y Albert Einstein tuvieron problemas de aprendizaje. Salvador Dalí y Pablo Picasso fueron caprichosos y revoltosos; Sigmund Freud y Frida Kahlo vivieron hechos traumáticos que los marcarían de por vida. ¿Qué es un genio? Tal vez un niño que logró ser tomado en serio.

Albert Einstein, Frida Kahlo, Sigmund Freud y Pablo Picasso: niños encantadores.

La infancia es uno de los períodos fundamentales en la vida de las personas. Y grandes genios del arte y de la ciencia fueron marcados durante su niñez por situaciones que influirían en su vida adulta.
La curiosidad, la inquietud, la capacidad de cuestionarlo todo son cualidades que definen a los niños, quienes no tienen ningún pudor a la hora de importunar con sus preguntas, de correr y recorrer el mundo y de descubrir los secretos de cada objeto, situación o palabra que se les ponga en el camino. De ahí que para muchos la creatividad habita en ese núcleo infantil que el adulto no olvida ni censura.
También los dolores sufridos en la niñez perduran, enmascarados, en la vida de “grande” y son unas de las fuentes en las que artistas y escritores abrevan para pintar, escribir o componer. La pérdida, ya sea por la muerte de seres queridos o por el abandono, se repite en la mayoría de los casos de muchos personajes célebres.
Antes de convertirse en una persona con talento, los grandes creativos de la historia fueron niños; algunos tuvieron problemas de conducta, otros de aprendizaje; unos soportaron familias disfuncionales y otros, terribles enfermedades y muertes cercana. Para ninguno de ellos la vida fue sencilla y transitaron la suya como pudieron, permeando a través de la creación artística o científica su rico mundo interior.
Bebés talentosos: Salvador Dalí, Pablo Neruda, Andy Warhol y Stephen Hawking.
El creador de La última cena, Leonardo da Vinci, denota en las extravagante notas manuscritas de sus “códices” tan que tenía dislexia; sus textos contienen muchos errores sintácticos y ortográficos, además de insólitos errores idiomáticos. Varios de sus biógrafos hacen mención de sus dificultades con la lengua y la capacidad lectora. De hecho, el propio Leonardo escribió que uno de sus sueños era que alguien pudiera leerlo.
Isaac Newton nació tres meses después de la muerte de su padre; fue criado por sus abuelos y tuvo infancia muy solitaria y era tan bueno para sostener agrias peleas verbales y físicas con quienes lo agredían como para realizar operaciones matemáticas.
Thomas Alva Edison, debido a su mala salud, no asistió a la escuela; sin embargo, se convirtió en un inventor prolífico. Albert Einstein no habló hasta los tres años, lo impresionaba la claridad y exactitud de la ciencia, era mediocre en toda materia que exigiera la recuperación léxica, como los idiomas extranjeros y rechazaba el aprendizaje que se pretendía inculcar de memoria en la escuela.
El astrofísico Stephen Hawking, a quien a los 21 se le diagnosticó una esclerosis lateral amiotrófica, fue un niño excéntrico, criado en una casa caótica de una sola habitación “parecida a la guarida de un mago o el laboratorio de un científico loco”.
Frida Kahlo a los 9 años.
Salvador Dalí, que nació después de la muerte de un hermano, era un niño caprichoso, revoltoso y terco que exasperaba a sus familiares, en especial a su padre quien intentó disciplinarlo sin éxito; mimado por su madre y su abuela, era bueno y sentimental; su carácter desde pequeño presagiaba sus rasgos excéntricos y antojadizos como artista; la confrontación con su padre fue constante y se prolongó durante toda la vida del pintor.
Pablo Picasso era pésimo alumno en matemáticas para desesperación de sus padres, una de sus hermanas murió de difteria muy joven, hecho que conmocionó al futuro artista; su padre era pintor y su influencia fue determinante; lo citaba constantemente y decía: “Cada vez que dibujo un hombre pienso en mi padre”.
Cuando Pablo Neruda aprendió a escribir le escribió a su madrastra, Trinidad, un poema con rima y se lo mostró a su padre, quien le preguntó de dónde lo había copiado.


La vivencia de situaciones dolorosas durante la infancia suelen dejar huellas poderosas en la vida adulta. Sigmund Freud, el creador del psicoanálisis, era mayor de seis hermanos y sufrió la temprana muerte de hermano Julius y la “ausencia” de su madre a causa de los sucesivos embarazos; estas experiencias habrían de alumbrar su teoría del Complejo de Edipo.

Las hermanas Brontë, Charlotte, Emily y Anne, fueron internadas por su padre en una horrible casa de beneficencia cuyas terribles condiciones sanitarias enfermó de tuberculosis a sus otras dos hermanas, Elisabeth y Marie, quienes murieron muy jóvenes; esta pérdida hizo que las sobrevivientes se refugiaran en la literatura, escapando de los rigores de la época victoriana.
La pintora mexicana Frida Kahlo conoció desde niña el dolor físico; a los seis años contrajo poliomielitis, esta enfermedad fue la primera de múltiples dolencias y operaciones que serían agravadas por las gravísimas lesiones que sufrió en un accidente a los 18 años que la obligaron a padecer 32 intervenciones quirúrgicas y a usar un corsé de yeso durante el resto de su vida.


Andy Warhol, uno de los principales referentes del arte pop, sufrió desde los 8 años de la enfermedad llamada Corea del Sydenham, una afección del sistema nervioso central que provoca movimientos involuntarios en las extremidades; pasó gran parte de su infancia en cama, en la que jugaba con muñecas y “mis muñecas recortables de papel no recortadas esparcidas por la cama”, relató él mismo. 

Fuentes: Infancias. Un recorrido por la niñez de intelectuales y artistas, de Denise Despeyroux; Cómo aprendemos a leer, de Maryanne Wolf

Patricia Rodón


lunes, 29 de julio de 2013

Bodega Pascual Toso, (foto de fines de 1890) Guaymallén - Mendoza


Bodega Pascual Toso, Godoy Cruz y Alberdi de Guaymallén, posiblemente primeros años del siglo XX o últimos del siglo XIX. En esta bodega se recibió uva solo hasta 1930.

Foto gentilmente cedida por Giova Caiti

Servicio de lavandería a la Mexicana (año 1890)


Esta foto fue tomada en 1890 en la Ciudad de México, y muestra a un grupo de mujeres lavando  ropa.

domingo, 28 de julio de 2013

Mujeres cama adentro.

Desde el siglo XIX hasta hoy, miles de mujeres emigran desde zonas rurales a las ciudades sin otra cualificación que su juventud y su fortaleza para conseguir un trabajo como empleadas domésticas. Esa tarea esconde múltiples abusos, desde el castigo físico y psíquico hasta la secreta servidumbre sexual.

Las casas poderosas tenían una silenciosa tropa criadas para realizar los distintos quehaceres.

“Cerebro y útero no pueden desarrollarse conjuntamente”, sentenciaban los pensadores de los siglos XVIII y XIX que mantenían a sus empleadas domésticas alejadas de cualquier tipo de cultura. 


Los trabajos de cocina, limpieza, jardinería, cosido, lavado y planchado de las vestimentas y demás tareas realizadas en la casa de otras personas, desde el aparentemente glamoroso servicio de mesa al esforzado mantenimiento de establos, era un privilegio propio de la aristocracia y sus ejecutores eran, en su mayoría, hombres. 

Pero hacia 1800 comenzó a extenderse a la nueva, creciente y siempre ambiciosa burguesía; los nuevos ricos, tomando los modelos de la nobleza, consideraban un signo de distinción tener personal masculino en las tareas más “visibles” y a una silenciosa tropa de mujeres ajenas a la familia, las llamadas “domésticas”, para realizar los distintos quehaceres de la casa.

Con el paso del tiempo y democratizarse este trabajo, el servicio fue progresivamente cada vez menos masculino y jerarquizado (como ocurría entre los nobles y familias recién ascendidas en la escala social que hacían gala de dudosos blasones y recién adquiridos linajes) para ser más femenino y desvalorizado.

En un desplazamiento que refleja la escasa movilidad social de la época, las mujeres emigraron desde las zonas rurales a las ciudades sin otra cualificación que su juventud y su fortaleza. Estas migraciones internas, observables tanto en Europa como en América, tienen sus raíces en la esclavitud, el colonialismo y la secreta servidumbre sexual. 

Todas estas mujeres compartían el ser pobres, migrantes, analfabetas, buenas para las tareas domésticas y rigurosamente solteras. También tenían en común el depender de los caprichos, veleidades y prejuicios de un hombre, el mayordomo, quien por el sólo hecho ser hombre -aunque tuviera los mismos orígenes humildes y necesidades-, era “por naturaleza” superior a ellas. Este señor, tan empleado doméstico como ellas mismas, contrataba al personal, asignaba las tareas y establecía rigurosas jerarquías entre los servidores, cada uno identificado, inclusive, con el uso de un uniforme específico. 

Las jóvenes que entraban al servicio en una casa tomaban esta modalidad de trabajo, en un principio, como la preparación para el matrimonio: las mujeres que venían de zonas rurales aprendían a ahorrar el poco dinero que no enviaban a sus familias, se formaban correctamente en las tareas de ama de casa, recibían algo de instrucción elemental y aprendían las reglas básicas para vivir en la ciudad adquiriendo un puñado de modales urbanos.

Las mujeres que se casaban o quedaban embarazadas eran despedidas.



Poco a poco, el matrimonio como meta tuvo que ser postergado: hacia mediados del siglo XIX el servicio en la casa del señor acaudalado y de la señora deslumbrada con los encantos de la burguesía adquirió un carácter permanente y las domésticas –ya fueran amas de llaves, cocineras, criadas, sirvientas, camareras, institutrices o niñeras- que decidían casarse rendidas al llamado de su prometido que las reclamaba desde su pueblo, o las que quedaban “fatalmente” embarazadas eran inmediatamente despedidas. 

Si, acosada por las preguntas, la joven confesaba quién era el padre del bebé a cambio de algún tipo de protección para ella y su hijo, su futuro dependía de la buena voluntad de los señores dependiendo de si el padre del niño era el mismo señor de la casa o alguno de los hijos, tíos, primos, sobrinos y allegados de la familia de “buen nombre”. 

La muchacha podía ser despedida y remitida a su pueblo con el niño y deshonrada; podía ser tolerada en la casa hasta el nacimiento del bebé, el cual era inmediatamente llevado a un orfanato o podía mantener a su hijo con ella viviendo en la zona reservada a los criados hasta que el “bastardo” alcanzara una edad en la que comenzaba trabajar sin recibir ninguna remuneración.  

La necesidad económica, la postergación del matrimonio y el temor al embarazo fue una combinación fatal, puesto que condenó a un celibato permanente a miles de mujeres que no podían prescindir del poco dinero que ganaban: muchas de ellas mantenían a sus padres ancianos o enfermos, o a sus hermanos pequeños hasta que crecían. Cuando éstos ya podían empezar a ganarse la vida por sí mismos, la hermana ya era mayor y no estaba en edad “casadera” y pasaba a la detestada categoría de las solteronas.

El trabajo doméstico tiene sus raíces en la esclavitud, el colonialismo y la secreta servidumbre sexual.



Decenas de novelas registran estas dolorosas travesías de la vida privada de las mujeres, y miles de telenovelas de todas las latitudes, relatan con mayor o menor conciencia social, la historia del amor entre el educado señor de la casa y la rústica empleada doméstica. Quienes hayan disfrutado de la película de Lo que queda del día, novela de Kazuo Ishiguro llevada al cine por James Ivory, tendrán un completo retrato de ese mundo secreto que detrás de los grandes salones y lujosas habitaciones, vivían los criados en su cocina, atiborrados pasajes y pequeñas habitaciones en lugares ocultos de la casa.

Las empleadas domésticas lo habían tenido todo: promiscuidad pero sin conocer la intimidad; exilio sin esperar regreso ninguno; manejo de la casa pero no hogar. De ahí que de entre las múltiples y sordas soledades que nos habitan, haya surgido un doloroso dicho: “Soledad es vivir en casa ajena”. 

Patricia Rodón


Fuente: http://www.mdzol.com/nota/415344/

sábado, 27 de julio de 2013

Lavadora eléctrica (año 1945)


Esta foto fue tomada en 1945 y muestra a una mujer con una lavadora eléctrica de nuevo cuño. El sistema es similar a los sistemas manuales anteriores, pero la ropa escurridor es impulsado por un motor eléctrico en lugar de una manivela. El agitador en la bañera también está impulsada por un motor eléctrico. Si bien este sistema aún requiere mucha atención por parte de la mujer, que requiere mucho menos esfuerzo manual. 

viernes, 26 de julio de 2013

Dos hilos rojos: sangre y sexo. La "regla" tenía su silenciosa metáfora en una peculiar tarea de costura

La sangre de las mujeres siempre se ha considerado impura, algo sucio, una enfermedad.

La primera infancia es relativamente asexuada y usamos la palabra "bebé" como una denominación neutra. Hasta los 3 o 4 años los niños visten casi la misma ropa, usan el mismo largo de cabello, juegan a los mismos juegos, viven en las faldas de las mujeres. Más tarde comenzará el proceso de sexuación.
Los relatos de la infancia de las niñas son escasos; entre muñecas y juegos, de las tareas domésticas junto a su madre, de la costura con su abuela y de los relatos que hilvanan esas horas hay sólo un puñado de autobiografías y memorias, entre ellas la de George Sand. Y las novelas escritas por hombres que “narran” a las niñas desde una mirada ejemplificante como la Alicia de Lewis Carroll, la Cosette de Victor Hugo o la pequeña Dorrit de Charles Dickens.
Más allá de la literatura, la vida real de las niñas durante la infancia era ardua: estaban más encerradas, más vigiladas que sus hermanos, y si se agitaban demasiado se las calificaba de "varones fallados".
“Se las pone a trabajar más temprano en las familias populares, campesinas u obreras, retirándolas precozmente de la escuela, sobre todo si son las hijas mayores. Se las recluta para tareas domésticas de toda clase. Futura madre, la niña reemplaza a la madre ausente. Se la educa más de lo que se la instruye”, señala Michelle Perrot en Mi historia de las mujeres.
La Iglesia –católica y protestante- se apropió de las niñas sin familia o de familias pobres para reclutarlas en sus talleres donde les enseñaban rudimentos de lectura (para rezar) y les daban clases magistrales de costura, cocina y de todo lo relacionado a las tareas domésticas.
Hacia fines del siglo XIX, la escuela se hizo obligatoria y gratuita pero no mixta; los niños y las niñas estudiaban, estrictamente separados. La escuela siempre ha estado preocupada por la moralidad, es decir, por la sexualidad de las alumnas cuando llegaban a la adolescencia. Las jóvenes, frescas y vírgenes, constituían una fuente de tentaciones: eran, por el sólo hecho de serlo, una provocación para los hombres de todas las edades. Y la literatura lo reflejó a través de las novelas de Balzac, Proust y las hermanas Brontë, entre otras.
La llegada de la menstruación que da comienzo a la pubertad era un hecho silencioso, incluso vergonzoso, susurrado entre las mujeres de la casa y anunciado elípticamente al padre, quien ya podía disponer de la joven para prometerla en matrimonio, si es que no lo había hecho antes.
Los cambios corporales, como el crecimiento de los senos y la “regla”, eran vividos traumáticamente por las niñas puesto que no estaban prevenidas ni sabían qué significaban. La sangre tenía su silenciosa metáfora en una peculiar tarea de costura: con hilo rojo la mujer-niña bordaba sus iniciales en las sábanas de su ajuar nupcial. La creación de esa marca era simbólica puesto que en el transcurso del trabajo sobre la tela se le contaba cómo serían sus trabajos sobre la cama.
La sangre de las mujeres siempre se ha considerado impura, algo sucio, una pérdida incomprensible, una indisposición que le impedía cumplir los deberes maritales, una enfermedad a la que atribuir sus cambios de humor; su falta, un síntoma de embarazo, de enfermedad o de vejez.
Sólo desde hace unas pocas décadas, las madres hablan con sus hijas libremente de la menstruación y de lo que significa. Y aunque hoy está en vigencia el “día femenino” que autoriza a una mujer no asistir al trabajo cuando “está indispuesta” y vemos por televisión incontables tipos de protectores para “esos días”, es difícil encontrar a un empleador, estatal o privado, que acepte sin mascullar ese derecho. Con o sin alas.
Patricia Rodón

jueves, 25 de julio de 2013

Efemérides. Louis Bleriot primera persona en volar un avión sobre el Canal Inglés.(25 de Julio de 1909)


Esta es una fotografía del aviador francés Louis Bleriot en una de sus máquinas voladoras. Louis era un inventor, ingeniero y uno de los pioneros en el desarrollo de los aviones. Fue en el día de hoy, 25 de julio, en el año 1909 que Bleriot se convirtió en la primera persona en volar un avión sobre el Canal Inglés.

Fuente: Old Picture of the day

Calle San Nicolás, actual Avenida San Martín. (año 1882) Mendoza


miércoles, 24 de julio de 2013

Se Inaugura el CAFÉ BAHÍA (18 de Julio de 1969) Ciudad Capital de Mendoza



La tradicional esquina cafetera, San Martín y Sarmiento poseía un local de la oscura infusión. Se Trataba del Café Bahía. Este local funcionaba las 24hs. del día.

Las expuestas. Abandonar y matar, por las dudas.


La mujer "hacía" hijos, preferiblemente varones, para aumentar el patrimonio del jefe de familia.


La mayoría de las cosmogonías y mitologías antiguas unen a la mujer al concepto de fertilidad y reproducción; desde las primeras representaciones artísticas, como la paleolítica Venus de Willendorf, pasando por los arquetipos cristianos antagónicos de Eva y María, la primera condenada a “parir con dolor” y la segunda que engendró un niño sin intervención humana; la mujer ha sido vista como símbolo de fecundidad porque “protagoniza” la reproducción mientras que el hombre es un espectador más o menos pasivo.
Mientras en la antigua Roma la ley otorgaba a las madres de tres hijos un privilegio por haber cumplido con su deber, éstas también eran una herramienta al servicio del oficio de ciudadano y del jefe de familia: hacía hijos, preferiblemente varones, y aumentaba el patrimonio.
La esposa era uno de los elementos de una familia, que comprendía por igual a los hijos, a los libertos, los clientes y los esclavos. “Si tu esclavo, tu mujer, tu liberto o tu cliente se atreven a replicarte, montas en cólera”, escribe Séneca. “Si un jefe de familia debe tomar una gran decisión reúne al consejo de sus amigos” en lugar de discutir el tema con su mujer.
Para los hombres romanos, una mujer era un niño grande que debía cuidarse a causa de su dote y de su padre, era una eterna adolescente, caprichosa: un marido es el dueño de su mujer, como de sus hijas y de sus criados. Si la mujer le era infiel era una desgracia, lo mismo que si una hija quedaba embarazada o un esclavo no realizaba sus tareas.
En la Roma pagana el sólo hecho de parir un niño no le daba la categoría de madre a ninguna mujer. El nacimiento era un hecho mucho más complejo, ya que un recién nacido adquiría categoría de hijo en tanto que fuera aceptado por el jefe de familia, es decir, el padre.



Un ciudadano romano no “tenía” un hijo sino que “tomaba” un hijo: inmediatamente después de nacido, el padre tenía la prerrogativa de levantarlo del suelo donde había sido depositado por la comadrona. Para tomarlo en sus brazos y manifestar así que lo reconocía. Hoy, le da o no, el apellido.

En la Roma clásica la anticoncepción, el aborto, la exposición de niños de origen extraconyugal y el infanticio del hijo de una esclava eran prácticas usuales y perfectamente legales. Sólo siglos más tarde, con la llegada de la nueva moral estoica y el cristianismo estas costumbres serán al comienzo mal vistas y luego, ilegales.

De ahí, el hecho de que el padre alzara a su hijo y lo reconociera, también convertía en madre a la mujer que lo había parido, sentada en una butaca especial, lejos de cualquier mirada masculina. Pero no antes. Si el hombre no reconocía al niño, no lo levantaba del suelo; esto significaba el bebé debía ser “expuesto” ante la puerta de la casa, abandonado en un basurero o en las afueras de la ciudad, para que lo recogiera quien lo deseara. Del término, expuesto, del verbo exponer, ha llegado hasta nosotros, el concepto de “niño expósito”, es decir, niño abandonado.

Esta práctica continuó a lo largo de la historia hasta hoy de formas más caritativas, como la práctica medieval de dejar a los bebés en el torno o en el atrio de una iglesia; en las inmediaciones de los hospitales o, como hace más de dos mil años, en los basurales y cloacas.
El abandono de hijos legítimos era una práctica cultural que atravesaba a todas las clases sociales: los pobres exponían a los hijos que no podían criar; personas de la que hoy llamaríamos clase media exponían a los hijos que no podían educar; y los ricos se deshacían de los hijos que podrían perturbar disposiciones testamentarias ya adoptadas en lo referente al reparto de la sucesión.
Se exponía con más frecuencia a niños con malformaciones, al hijo de una hija que hubiera cometido una “falta” o al fruto de una infidelidad conyugal, o de la sospecha de infidelidad. Y entre todos esos hijos no deseados, las niñas eran quienes pasaban mayoritariamente del vientre materno al barro de la calle.
Patricia Rodón
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