martes, 6 de enero de 2015

Bruja una vez, bruja siempre

Las mujeres llevan consigo el estigma de la perdición. Sean o no culpables, por las dudas y para siempre, a los ojos de los hombres son una suerte de portadoras sanas del Mal. En el imaginario popular hay magos sabios y brujas malvadas que fueron derecho al spiedo divino de la Inquisición.

El adn mágico viaja en la sangre de las mujeres de generación en generación. (Foto vintagevenus.blogspot.com)

La única vez que Dios habló con Eva fue para maldecirla y echarla del Paraíso, sólo porque la curiosa mujer había aceptado probar la manzana que le ofrecía la serpiente y compartir su pulpa con el más bien timorato Adán.


Desde entonces, las mujeres llevan consigo el estigma de la perdición. Sean o no culpables, por las dudas y para siempre, a los ojos de los hombres son una suerte de portadoras sanas del Mal.

A lo largo de los siglos no sólo se las ha tratado con cuidado sino con actos que revelan un miedo raigal por parte del sexo masculino, disfrazado de normas, reglas sociales y castigos, muchos castigos.

Aunque la historia registra alguno que otro mago con pedrigrí, como Tiresias, Merlín, Cagliostro o oscuros alquimistas, son las mujeres quienes acreditan en sus filas cientos de nombres célebres y verdaderas legiones de brujas anónimas.

Entre aquellas destacan Casandra, la ciega que vio en sus sueños la caída de Troya; las sacerdotisas del oráculo de Delfos que decidían la vida política de la antigua Grecia; Circe y sus miles de seguidoras, todas ellas encantadoras que mezclaban sexo y magia en iguales proporciones; las bailarinas como Dalila o Salomé que excitaban los sentidos del huésped para después cortarle la cabeza; las oscuras Morganas que debe tener toda leyenda artúrica que se precie y las pérfidas brujas que buscaron sus víctimas en los cuentos infantiles comoBlancanieves, La bella durmiente o Hansel y Gretel, entre muchos otros.

Y claro, las miles de mujeres quemadas en las hogueras “santas” de la Edad Media, decapitadas en la sospechosa modernidad de la Europa copernicana y ahorcadas en el “nuevo mundo” de Salem. 

Primero con el cristianismo fanático de las Cruzadas y después con el protestantismo, también fanático, de Lutero, los hombres eran juzgados y asesinados por herejes, pero para las mujeres el cargo bajo el cual iban directo al infierno era, lisa y llanamente, de brujería. 

En el imaginario popular no hay brujos: hay magos, vinculados siempre a la ciencia, a la búsqueda de poderes relacionados con la búsqueda de conocimiento o asesorías letradas, es decir, astrológicas, en algún tipo de gobierno, como el propio Nostradamus. 

Por el contrario, cuando se piensa en las mujeres, prevalecen las brujas y hechiceras, asociadas directamente con el Mal. 

Parece que desde Adán, y porque a los hombres les resultó más fácil etiquetar que entender la naturaleza femenina, la única manera de defenderse de las mujeres, de su inquietante sexualidad y de sus certeras intuiciones fue mantenerlas calladas, analfabetas, encerradas, encorsetadas y rezando. 

Cuando una de ellas rompía las reglas y decía: “Yo pienso que…”, o hacía algo por iniciativa propia, de inmediato se la señalaba como bruja y la mandaban derecho al spiedo divino de la Inquisición. 

Pero es obvio que las brujas no mueren así nomás y el adn mágico viaja en la sangre de las mujeres de generación en generación y sigue funcionando como un mecanismo perfecto.

Sobre todo en la cura del empacho y del mal de ojo, la quiromancia, la cartomancia y otras mancias adivinatorias muy populares en el mercado del temor y a una tarifa siempre accesible para cualquier amigo, vecina,  compañero de trabajo o prima ansiosos por saber qué será de ellos mañana o pasado mañana.


Pero, cuidado: un buen “trabajo”, bah, un trabajito con inciensos, velas y muñecos estremecidos con alfileres y una foto reciente de la víctima tiene otro precio.

Patricia Rodón

Fuente: http://www.mdzol.com/nota/318973

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