domingo, 28 de diciembre de 2014

Del mantel a las sábanas: afrodisíacos, mujeres y polvos

Damas y caballeros de todo rango y ralea han inventado a lo largo de la historia las más extrañas combinaciones para que el sexo se convirtiera en algo más que una fantasía. Por ello, los alimentos afrodisíacos han ocupado la imaginación, y mucho, de hombres y mujeres que deseaban abrir el "apetito".

La Bella, fotografía de Leopold Reutlinger (1890).


Uno de los anhelos secretos de hombres y mujeres es que los placeres de la mesa pueden replicarse en la cama. Buena comida, buen vino, importantes escotes y claras galanterías condimentadas con mirandas insinuantes han sido sinónimo de un pase directo del mantel a las sábanas.


Damas y caballeros de todo rango y ralea han buscado e inventado a lo largo de la historia las más extrañas combinaciones para que el deseo de masticar al otro en el fragor del sexo se convirtiera en algo más que una fantasía.

De ahí, la “creación” de los alimentos afrodisíacos y del importante lugar que han ocupado en la imaginación de hombres y mujeres que deseaban abrir o incrementar el “apetito”. Por ejemplo, la flor de castaño fue usada como infusión energizante e “inspiradora” desde la antigüedad, porque tiene un olor semejante al del semen. 

La reina de las plantas por sus propiedades afrodisíacas es la mandrágora. Citada en la Biblia decenas de veces, la mandrágora fue un fruto ampliamente utilizado tanto medicinalmente como ingrediente esencial de rituales mágicos, ya que se creía que podía hacer fértiles a las mujeres estériles y potentes a los hombres con disfunción eréctil. En Oriente y más tarde en Europa también se la utilizaba para curar enfermedades mentales, la epilepsia y la estupidez, sin ningún éxito, como es obvio.

En la antigüedad, griegos y romanos esparcían hojas de menta en el lecho de los recién casados, imitando de manera “legal” lo que hacían las brujas y curanderas que se servían de la menta para preparar sus filtros amorosos. Tanta fe le tenían los romanos al poder afrodisíaco de la menta, que en tiempos de guerra prohibían que esta planta se sembrara, para evitar cualquier distracción amorosa.

Entre los griegos, las habas ganaron tanta reputación por sus cualidades excitantes que Pitágoras prohibió a sus discípulos que las comieran, y la fama sobre esta humilde legumbre llegó intacta hasta el siglo XVIII, ya que en 1750 el obispo de Niza condenaba que se sirvieran habas en los conventos porque sostenía que producían deseos libidinosos en las devotas monjas. De su ingesta en los monasterios no decía nada. 

Pero en la cultura clásica de entrecasa también se creía en el satirion, una planta de la familia de las orquidáceas, ya que la leyenda contaba que Hércules era consumidor habitual de esta infusión y que en una sola noche había desflorado a cincuenta doncellas. A esta especie de Viagra mitológico se le sumaban las naranjas, los pepinos y el tomate, los cuales aseguraban el incremento de la potencia sexual masculina. Las orquídeas en general, por su aspecto y su nombre, eran consideradas alimentos especiales para el amor, ya que su nombre deriva del griego orchis, que significa testículo.

Cuando dejaban la metáfora, los griegos y romanos no se andaban con vueltas y cocinaban coliphia y siligones, es decir, panes y pasteles con la forma de órganos genitales masculinos y femeninos. Los pasteles fálicos atravesaron los siglos y llegaron al 1200 a Francia convertidos en pinnes (penes); en Pascua eran bendecidos en las iglesias, las mujeres los colocaban en su entrepierna desnuda, los molían y les daban de comer a sus maridos las migas resultantes de su operación para avivar el ardor de los señores.

En la Edad Media, las mujeres creían que nada mejor que algo de ellas mismas para levantar el ánimo y “esa” parte del cuerpo de su compañero; por ello mezclaban la sangre de su menstruación en los alimentos y bebidas de sus esposos para que las abrazaran con más ardor. O para que, por lo menos, las abrazaran. 

Una extraña receta, recogida en el Lucayos Cook Book, de 1660, recomienda ingerir el siguiente brebaje: “Para aumentar tus facultades toma un gorrión macho y desplúmalo vivo. Échalo luego a diez avispas, que lo matarán con sus picaduras. Añade los intestinos de un cuervo negro, aceite de lila y manzanilla. Cuécelo todo en grasa de toro hasta que la carne se deshaga. Ponlo en una botella y úsalo cuando lo necesites. Es maravilloso”. Encantador y sencillísimo.

La cantárida era un afrodisíaco tan eficaz como peligroso. Provenía de la pulverización de un coleóptero llamado Lytta vesicatoria, común en la cuenca del Mediterráneo, y se usaba mezclado en las bebidas y comidas, según las dosis y las intenciones, como auxiliar de la libido, como abortivo y como veneno. Pero, como su nombre lo indica, no era un afrodisíaco, sino un vesicatorio, es decir, un químico que produce la inflamación de los órganos genitourinarios, la cual lleva a la excitación erótica o a la muerte.

Otro tanto sucedía con las arañas, y muchas mujeres se llevaron la sorpresa de su vida cuando al darles, oculto en la comida, polvo de arañas a sus maridos para intentar deshacerse de ellos por la vía rápida, vieron despertar en ellos ardores desconocidos. Prueba de esto es que la picadura de una tarántula, si no mata a la víctima, le produce un priapismo patológico. 

El cuerno de ciervo era un estimulante sexual muy usado en la Edad Media, pero el más anhelado de todos los cuernos era, leyendas mediante, el del unicornio, que debía ser hallado, amansado y “descuernizado”, permítaseme el neologismo, por una doncella virgen. Encantadora la metáfora. 

La cocina afrodisíaca se convirtió en un arte durante el Renacimiento que perfeccionaron cocineros y hechiceras en un trajinar entre ollas y fogones en las casas nobles. En una cómplice alianza, buscaron la receta exacta para que el “señor”, que iba de cama en cama, saliera victorioso en sus lides amatorias, ya que en cada encuentro ponía algo más que su “honor” en juego.

Cocineros y hechiceras dividían en dos grandes categorías a las sustancias afrodisíacas: las que por su forma o su analogía remitían a un significado simbólico sexual, como los testículos de ciertos animales (especialmente los de toro, de león y de gallo), las frutas, verduras, flores y vainas varias con forma fálica, los huevos de diversas aves, las ostras y los mariscos envueltos en su concha y los nidos de golondrina, entre otros. Las otras eran sustancias ricas en calorías que devolvían el vigor al maltrecho caballero, como las especias, los hongos, las carnes rojas, la miel, la leche de camella, el chocolate, el ámbar gris y el vino, entre otros. 

La historia de la vida doméstica “arde”, literalmente, en recetas y pociones amorosas extrañas, tóxicas e inútiles. Porque convengamos que el mejor afrodisíaco es yacer con la persona amada. 

Patricia Rodón

Fuente: http://www.mdzol.com/nota/313796

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